sábado, 14 de agosto de 2010

TIC TAC

Parece que allí nadie nos enseña a ser ni a estar: solo sabemos hacer. Y aquí, hay que aprender a ser sin hacer nada, a estar sin ninguna actividad… A contemplar. A esperar. Las horas se juntan unas con otras. Y no, no es aburrimiento (no siempre) es… saber vivir el tiempo. En occidente hay una lucha inmensa contra el vacío: llenamos nuestro tiempo libre con ocio, con gente, con planes y, si todo lo demás falla, ponemos la tele para hacer que nos sintamos menos solos o evitar que pensemos demasiado en cosas que nos den más preocupaciones de las necesarias.

Cuando se recorren kilómetros de este gran continente se ven no poca gente sentada, mirando la vida… personas tiradas en el campo o en el arcén de la carretera. A la sombra o al sol… simplemente están ahí. Y no deja de llamar la atención al ojo occidental: ¡con la cantidad de cosas que hay que hacer y están… así, sin hacer nada! ¿sin hacer nada? ¿qué hay que hacer? Si han ido al mercado, han comprado o vendido el pescado en la lonja, si han terminado sus quehaceres diarios… ¿qué les queda?

Aquí uno tiene que aprender a sentirse incluso en el vacío. A observar y a ver. A disfrutar de los minutos que transcurren. A escuchar. A ser sin disfraces. A estar con uno mismo, que a veces, es lo más difícil.

martes, 10 de agosto de 2010

“Demencia es querer que las cosas cambien y seguir sin hacer nada”

Nada más salir del aeropuerto de Adis Abeba, se respira Etiopía: África huele a especias y a humedad. Al llegar, alguien me dijo que nunca dejas de recibir input en un país como este, un input que se percibe por todos y cada uno de los sentidos, así que mucho me temo que, aunque lo intente, va a ser difícil resumir todas y cada una de las impresiones de estos cuatro días. Sin embargo, algo me suena extrañamente familiar de otros vuelos por el norte de África. Y cuando me distraigo, alguien canta el “waka, waka” o suena Bisbal y su canción del mundial y, de repente, lo que parece lejano viaja cientos de kilómetros y se instala aquí, en medio de la nada. La humedad se cuela por todas partes y me deja con una temperatura en la que nunca tengo calor pero tampoco dejo de sentir frío… y duermo bajo cinco mantas como las de antaño, lejos de fundas nórdicas, mientras fuera se oyen la lluvia y el viento, las hienas y sus risas y, al amanecer, los cantos de la iglesia ortodoxa (que, para sorpresa del personal, duran más que la llamada a la oración de las mezquitas; dicen que durante los días de fiesta están horas y horas cantando sus rezos). La gente habla y cuenta cosas, mientras trato de ubicarme en esta nueva rutina (porque todo el mundo da por hecho que sabes lo que tienes que hacer). El tiempo pasa a otro ritmo, el día empieza a las 7 de la mañana y a las 6 de la tarde ya es noche profunda. Los niños están de vacaciones, así que juegan, se ríen e improvisan veladas, que se parecen tanto y tanto a las de cualquier campamento (casi me sé una de las coreografías que con tanta dedicación intentan enseñarme). Al final, los niños son niños en cualquier parte del mundo. Y, sin embargo, estos no son como cualquier niño, porque tienen una conciencia increíble de sus obligaciones y sus deberes: saben que tienen que trabajar para salir adelante, con una autonomía que sorprende. Y mientras tanto, descubro: como fruta de la que olvido su nombre al minuto y la comida se acompaña por enyera, una especie de pan amargo, y tiene un sabor intenso (a veces pica tanto, que hay que hacer verdaderos esfuerzos para comerla). El café no lleva leche y las cervezas las bebo sin limón. Los colores cambian. Los niños observan mi reloj, las pulseras que llevo, sonríen todo el tiempo y se sorprenden muchísimo de mi flequillo, que les parece de otro mundo mientras me tocan el pelo, porque es liso. Todo entra por los sentidos.

Este fin de semana, hemos ido a investigar otros lugares fuera del Centro en el que vivimos otros cooperantes y yo, con más gente española que viene a desarrollar proyectos. Es fantástico recorrer distancias en un autobús y ver cómo cambia el paisaje, la gente… Vemos el lujo y la miseria. Hablamos con las gentes y visitamos poblados que están cerca en la distancia pero que distan kilómetros en cuanto a medios y recursos. África es un continente de contrastes.

Y entre todo esto, trato de hacerme un hueco por todo lo que aún me queda por delante. Mucho me temo que veré pasar por aquí a otros tantos voluntarios que estarán en el centro un mes o quince días. Así que me lo tomo con calma, observo y me doy tiempo para asimilar. Esta tarde empezaré las clases de español. Como dicen los directores del centro: la única salida para el pobre es la cultura.