domingo, 19 de agosto de 2012

Del miedo


Esta noche hemos ido con los estudiantes a una colina a beber té y nos hemos reído mucho, muchísimo. Definitivamente iremos al desierto la semana que viene, cuando (por fin) termine Ramadán. Son Hassan, Daidda, Salem, Alin y Ahmed, 25-30 años, licenciados y saharauis. En septiembre irán a Rabat y a Marraquech a hacer sus masteres y doctorados. Nos cuentan que van cada noche a la colina, donde corre algo de fresco, porque en Smara no hay nada más que hacer, dicen. No hay cine, no hay lugares de ocio, no hay donde estar. Nos cuentan que, en realidad, para ellos es cierto riesgo estar con nosotras, no es tan fácil: sois las únicas extranjeras aquí y nosotros somos saharauis; si nos ven con vosotras, nos pueden parar y preguntar y... Uno de ellos, Daidda, está esperando a que le envíen su acreditación de guía turístico, única opción que le blinda para no ser interrogado por la policía si está con extranjeros. Les pregunto por qué no buscan trabajo fuera y dicen que Smara es su tierra, y aquí se quedan, aunque sea en paro. Y aquí es donde tienen que construir su alternativa.

Hoy Ali nos decía que aquí no te puedes meter en política, que es un acoso continuo al saharaui. Fuera nadie se acuerda de los que se quedaron en el Sáhara Occidental y aguantan, silenciados, la represión marroquí. El gobierno no permite que llegue hasta aquí la ayuda internacional, hay que hacerlo todo bordeando la línea, que no se note mucho, pero hacerlo. Smara no es una ciudad muy grande pero tiene cárcel, un despliegue policial importante, militares y cantidad de edificios del gobierno. Para que nadie olvide dónde está y a quién pertenece.

Pero con miedo no se puede hacer nada. Ali no quiere saber nada de política porque sus proyectos, (la fábrica de cus cus, el programa de español, el campamento en El Aaiún de hace cuatro años) no saldrían adelante. Aquí hay dos bandos, nos cuenta, y es mejor que te dejen hacer lo que tú quieres; al final, todos nos conocemos las caras pero en la medida de lo posible, nos conviene hacer las cosas bien, para que las autoridades no nos atosiguen.

Igual no es justo que esté hablando del miedo cuando, afortunadamente, lo he sentido en contadas ocasiones. Y me da por pensar en los muchos miles de millones de personas, aquí y en cantidad de rincones, que se han acostumbrado a vivir con miedo, a saber que cada paso que dan puede ser castigado, juzgado, puede ser un problema. Mis abuelxs saben mucho del miedo, mis padres también, pero mi hermano y yo no lo hemos conocido hasta muy tarde, y ni siquiera el mismo que ellxs pudieron sentir. Aunque quizá, tal y como están las cosas, lo empecemos a sentir ahora.

Pero con miedo no se llega a ninguna parte. También se lo decimos a Ali y a su obsesión por meternos en una burbuja: con miedo no hubiera llegado hasta aquí, le digo, me hubiera quedado en casa por temor a los secuestradores; con miedo, no hubiera venido sola. Y no soy más valiente que nadie, pero un día decidí que el miedo no era suficiente excusa para paralizarme. Quizá es que tuve la suerte de vivir en un lugar sin miedo, en una época sin miedo. Pero no hay duda de que las mejores experiencias, las que te cambian, son las que más valor te exigen.

Hoy mis dos alumnas de la clase de hombres me han regalado una melhefa: amarilla con soles naranjas. Por estas cosas una llega hasta aquí, supera el miedo y el calor y se planta a dar clase en el desierto. Por noches como hoy, de compartir tés y risas, merece la pena abrir los ojos y el corazón y sentirse como las personas que viven a cientos de miles de kilómetros de ti. Por estas cosas, el miedo se queda pequeño... 

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