sábado, 11 de agosto de 2012

Del tiempo y la rutina


Una aquí tiene el lujo de darse tiempo, que como buen lujo, es difícil de tener a veces. El miedo al aburrimiento deja paso a la tranquilidad de hacer las cosas sin prisas, a dejar que el tiempo pase por una misma. A las charlas, a observar. Entre todo esto, sigo echando de menos a alguien que me acompañe cuando decido hacer algún que otro vuelo lejos de casa. Me reconozco tan valiente, como tímida. Tan echada p'alante, como reservada. Tan intrépida, como prudente. Decido irme sola hasta el infinito y, en el infinito, echo de menos quien me dé energía para ser más yo, que sola me cuesta. Me reconozco en mis propias contradicciones.

El día pasó. Uno más, y yo cada vez una más por aquí. Hoy, a excepción del café de la mañana, ayuné y esperé tranquila la primera cena. Me encanta comer en el suelo, con la mano, alrededor de una mesa y disfrutando de la compañía, mezclando el té con los zumos, lo dulce con lo salado (aunque esto a mí todavía no me sale: en riguroso orden, dejo el bizcocho para el final). Y no tuve hambre durante el día. Ni la tengo ahora, cuando queda un ratito para la recena. Y como el tiempo pasa para todos, ellos también me empiezan a dejar espacio y a respetar que no quiera comer, o no tanto, o no siempre y no de todo.

En toda esta calma de agosto, empiezo a ser una más. Hoy me he quedado dormida en casa de Ali y me han tapado con una sábana; las habitaciones llenas de alfombras y cojines dan la posibilidad de dormir, tranquilamente, en cualquier parte; incluso los invitados y los que aparecen espontáneos por ahí lo hacen. Los niños se turnan para dormir conmigo y con Salka en la fábrica por la noche: hoy tenemos a Mouna, que tiene cinco años y no deja de mirar las teclas del ordenador y darle de vez en cuando al espacio mientras escribo. Me encantaría grabar su risa mientras jugamos con un cojín.

Los hijos de Ali son encantadores, son la alegría misma. Los tres sonríen sin parar. Me alucina la relación que tienen con sus padres, cómo les buscan, se tumban a su lado y se duermen unos encima de otros, desordenados; se levantan, juegan, a su ritmo, ponen los dibujos. Me quedo embobada mirándoles. Me enseñan palabras en árabe y, poco a poco, cogen confianza y se van acercando a mí. Ayer Abdoullah y yo nos lavamos los dientes juntos con “colgate”, que es lo que lee en su pasta de dientes. Y así, poco a poco, nos vamos haciendo los unos a los otros en esta quietud estival.

Me encanta estar descalza. Me encantan las conversaciones con Ali: política, islam, pareja, mujeres, proyectos,... y de revolución. Y yo me empiezo a imaginar a mi columna de charrajevo, por aquí, aguantando los calores del desierto, como juntos soportamos el sol de Madrid. Tanto, tanto por hacer. Tengo que seguir indagando, conociendo y preguntando. Sin prisa, porque no la hay, y no hay necesidad de atosigar.

Recién terminada la segunda clase de español, todo empieza a ser más claro. Esta mañana instalamos la impresora en casa de Ali para ir sacando el material. Reviso y cambio el vino por la cocacola, miro que no haya nada que no venga al caso. Y allá que vamos. Lo mejor es oírles sus chapurreos en español, el “buenas noches, señorita”, “hasta mañana” y el “te llamas”. Los niveles iniciales, aunque exigen una energía descomunal, son inmensamente agradecidos por esto, porque cada días les oyes, cada día aprenden algo más y, orgullosos, repiten. La cosa puede funcionar.  Hoy ha habido un par de niños más.

Y esta empieza a ser la rutina de cada día, escapando del calor por el día, a expensas de que me venga a buscar en coche, para dar una vuelta o refugiarnos en casa. Leer, hablar, observar. A cada rato un poco más cómoda. Imaginando, de vez en cuando, hasta dónde puede llegar esto. Ali me saca los colores continuamente, porque dice, bromeando, que me voy a quedar y no habrá rescate posible que pague por mí. La cena de zumos, pizza y pasteles en familia; los momentos al ordenador, un poco de música, los niños, Salka y la emoción de la noche con la clase y la brisa, que refresca. La conversación con Bachir que, desde que he llegado es ritual: me llama desde Agadir cada noche y me pregunta por qué tal me va a todo, se interesa, hablamos de los proyectos. De verdad, que me siento cuidada. Y sentarnos fuera de casa, al final del día, un ratito a sentir el aire, por fin fresco, de Smara.

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