Una aquí tiene el
lujo de darse tiempo, que como buen lujo, es difícil de tener a veces. El miedo
al aburrimiento deja paso a la tranquilidad de hacer las cosas sin prisas, a
dejar que el tiempo pase por una misma. A las charlas, a observar. Entre todo esto,
sigo echando de menos a alguien que me acompañe cuando decido hacer algún que
otro vuelo lejos de casa. Me reconozco tan valiente, como tímida. Tan echada
p'alante, como reservada. Tan intrépida, como prudente. Decido irme sola hasta
el infinito y, en el infinito, echo de menos quien me dé energía para ser más
yo, que sola me cuesta. Me reconozco en mis propias contradicciones.
El día pasó. Uno
más, y yo cada vez una más por aquí. Hoy, a excepción del café de la mañana,
ayuné y esperé tranquila la primera cena. Me encanta comer en el suelo, con la
mano, alrededor de una mesa y disfrutando de la compañía, mezclando el té con
los zumos, lo dulce con lo salado (aunque esto a mí todavía no me sale: en
riguroso orden, dejo el bizcocho para el final). Y no tuve hambre durante el
día. Ni la tengo ahora, cuando queda un ratito para la recena. Y como el tiempo
pasa para todos, ellos también me empiezan a dejar espacio y a respetar que no
quiera comer, o no tanto, o no siempre y no de todo.
En toda esta calma
de agosto, empiezo a ser una más. Hoy me he quedado dormida en casa de Ali y me
han tapado con una sábana; las habitaciones llenas de alfombras y cojines dan
la posibilidad de dormir, tranquilamente, en cualquier parte; incluso los
invitados y los que aparecen espontáneos por ahí lo hacen. Los niños se turnan
para dormir conmigo y con Salka en la fábrica por la noche: hoy tenemos a
Mouna, que tiene cinco años y no deja de mirar las teclas del ordenador y darle
de vez en cuando al espacio mientras escribo. Me encantaría grabar su risa
mientras jugamos con un cojín.
Los hijos de Ali
son encantadores, son la alegría misma. Los tres sonríen sin parar. Me alucina
la relación que tienen con sus padres, cómo les buscan, se tumban a su lado y
se duermen unos encima de otros, desordenados; se levantan, juegan, a su ritmo,
ponen los dibujos. Me quedo embobada mirándoles. Me enseñan palabras en árabe
y, poco a poco, cogen confianza y se van acercando a mí. Ayer Abdoullah y yo
nos lavamos los dientes juntos con “colgate”, que es lo que lee en su pasta de
dientes. Y así, poco a poco, nos vamos haciendo los unos a los otros en esta
quietud estival.
Me encanta estar
descalza. Me encantan las conversaciones con Ali: política, islam, pareja,
mujeres, proyectos,... y de revolución. Y yo me empiezo a imaginar a mi columna
de charrajevo, por aquí, aguantando los calores del desierto, como juntos
soportamos el sol de Madrid. Tanto, tanto por hacer. Tengo que seguir
indagando, conociendo y preguntando. Sin prisa, porque no la hay, y no hay
necesidad de atosigar.
Recién terminada la
segunda clase de español, todo empieza a ser más claro. Esta mañana instalamos
la impresora en casa de Ali para ir sacando el material. Reviso y cambio el
vino por la cocacola, miro que no haya nada que no venga al caso. Y allá que
vamos. Lo mejor es oírles sus chapurreos en español, el “buenas noches,
señorita”, “hasta mañana” y el “te llamas”. Los niveles iniciales, aunque
exigen una energía descomunal, son inmensamente agradecidos por esto, porque
cada días les oyes, cada día aprenden algo más y, orgullosos, repiten. La cosa
puede funcionar. Hoy ha habido un par de
niños más.
Y esta empieza a
ser la rutina de cada día, escapando del calor por el día, a expensas de que me
venga a buscar en coche, para dar una vuelta o refugiarnos en casa. Leer,
hablar, observar. A cada rato un poco más cómoda. Imaginando, de vez en cuando,
hasta dónde puede llegar esto. Ali me saca los colores continuamente, porque
dice, bromeando, que me voy a quedar y no habrá rescate posible que pague por
mí. La cena de zumos, pizza y pasteles en familia; los momentos al ordenador,
un poco de música, los niños, Salka y la emoción de la noche con la clase y la
brisa, que refresca. La conversación con Bachir que, desde que he llegado es ritual:
me llama desde Agadir cada noche y me pregunta por qué tal me va a todo, se
interesa, hablamos de los proyectos. De verdad, que me siento cuidada. Y
sentarnos fuera de casa, al final del día, un ratito a sentir el aire, por fin
fresco, de Smara.
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