domingo, 5 de agosto de 2012

De memorias del desierto


En África una siente ese irremediable deseo de escribir, de plasmar lo que ve, lo que oye, lo que siente. África es sensorial: todo, absolutamente todo, entra por los sentidos: los colores de la ropa de las mujeres saharauis, el ocre, el rojo, el color del sol cayendo sobre el ladrillo; la espesura del aire que parece que se toca. El calor, los olores que van apareciendo poco a poco a medida que la oscuridad empieza a caer.

Llegué con una sonrisa de oreja a oreja, fruto más que probable de la despedida de Madrid y del recibimiento en El Aaiún. Al bajar del avión ya oigo mi nombre, seguido de “esbanoliya”, que es lo que soy aquí: una española perdida en medio del desierto. Me llevan a un hotel de un español, un piloto militar ya jubilado que decidió comprarle el terreno a un amigo saharaui para que no le embargaran todo lo que tenía; y así, decidió montarse un hotel. La ciudad permanece en calma hasta que la noche llega y los niños inundan con sus juegos la carretera. El dueño del hotel me dice que, a la vez que les enseño español, les enseñe a respetar a los coches... A mí eso me hace gracia, porque justo antes me había quedado embobada mirando la libertad de unos chavales que hacen el pino a sus anchas por las calles de una ciudad que, mientras se prepara para la cena, han hecho suya. Mi guía me lleva a dar un paseo por la ciudad. Ya se me había olvidado lo que es caminar por las grandes ciudades de África, su desorden, sus coches sin intermitentes, lo difícil de no chocarte y la sensación de que cuando se chocan contigo aprovechan y, de paso, te tocan más de lo que permite el decoro. Y la oscuridad. Desde Etiopía había olvidado lo que es caminar sin luz, o con la iluminación insuficiente de los coches y alguna que otra farola. De todas formas, y sin hablar demasiado, disfruto el paseo rememorando calles por las que ya anduve y lugares que ya vi, hace ya cuatro año.

Cenamos en casa de una amiga del guía. Son las tres de la mañana, las cinco en la península, y yo me siento morir de sueño. El menú es Tajine, de carne. Me esfuerzo por no comerla, por coger los al rededores pero, la misión es imposible: vigilan cada uno de los trozos que cojo, que desgarro con la mano (y de nuevo, recordar esa destreza de la mano derecha que, con el pan, arranca los pedazos de carne). Me separan los mejores pedazos de carne, me traen cubiertos ante mi incapacidad de salir airosa de tal hazaña. Y reflexiono que me espera un mes de olvidar el vegetarianismo porque elegir qué comer o qué no comer solo queda al alcance de los pocos afortunados que, cada día, vivimos con el privilegio de elegir lo que llevarnos a la boca. Más de la mitad del mundo, al sur del sur, agradece cada día poder alimentarse con algo. O Quizá es que soy demasiado cobarde como para pedir otro tipo de comida.

El dueño del hotel, al despedirme al día siguiente, me dice, en una especie de juego de palabras: que ensueñes mucho. Mezcla de enseñanza y ensoñación. Me gusta. Llegamos a Smara tras tres horas de viaje por una carretera que desaparece en determinados puntos bajo la arena. De vez en cuando, paramos, porque hay que rezar. A penas nos cruzamos con dos o tres coches en todo el camino. Llegamos con la oscuridad. A la entrada de Smara, hay un pequeño poblado de chabolas; al preguntar por él, más tarde, me han contado que son pobladores del norte, a los que el gobierno marroquí les paga todo para seguir colonizando esa parte del Sáhara; pero que se trata de uno de esos secretos a voces, de los que no se puede hablar en ningún sitio. Pregunto por la población saharaui, y me dicen que a penas llega a un 5%. Me enseñan un par de pintadas de los niñxs que dibujan en paredes y puertas la bandera del frente polisario.

En Smara me esperan Ali, anfitrión y ya viejo conocido, y su familia. La mesa está puesta: pizza, empanadillas, pasteles y pastas, zumo de aguacate y sandía, leche de camella.... Llevo todo el día en ayunas, yo también. Con Ali me siento como en “Ibrahim y las flores del Corán”, dando pequeñas dosis de sabiduría; no siempre estoy de acuerdo, pero me dejo llevar por lo que me cuenta, porque he venido a empaparme. Hablamos del Corán y de la crisis, del matrimonio, de mi programa de español, de las ganas que tiene de darle continuidad. Me pregunta por Criska, Raquel y Laura, compañeras del vuelo de entonces y rememoramos viejos tiempos de aquel campamento perdido entre las dunas de El Aaiún. La gente va y viene de su salón. Juegan a las cartas y beben té. A veces alguien me dice algo en árabe o en español y sé que más de uno de los que por allí han pasado me han vacilado un poco. No sé exactamente lo que dicen, pero me lo imagino rescatando alguna que otra palabra perdida de las que aún retengo en la memoria de mi escaso vocabulario. Y porque dicen eso de “esbanoliya” y sé que están hablando de mí. Alí me dice que me ve igual que hace cuatro años, y yo me río. Me dice que estoy más delgada, que antes estaba más rellenita.. Le digo que sí y no deja de sorprenderme ese aire de maestro que tiene, que sabe lo que te pasa y lo que te pasó incluso antes de que tú se lo cuentes.

Unas horas más tarde vamos en su coche y con sus hijos a ver el lugar donde me voy a alojar. Me han preparado unas habitaciones en la fábrica de cus cus, donde tienen una cooperativa de mujeres (que ahora están de vacaciones). Me enseña todo, con ese orgullo del que sabe que construyó algo desde la nada. Me enseña el aula donde el lunes empezaré las clases. Y llegamos a una parte del edificio vacía en la que Ali me dice: ¿qué crees que podemos hacer aquí? Le contesto, con lo más diplomático que, supongo, se me ha pasado por la mente, que las posibilidades son múltiples. Y entonces me dice que me quede allí con ellos, siempre; que tengo algo y que voy a dejar un vacío cuando me vaya. Yo sonrío y le prometo que buscaremos la manera de dar continuidad a todos los proyectos que se me empiezan a cruzar por la mente.

La cena me sorprende comiendo a las cuatro de la madrugada; creo que lo hago por inercia, porque ellos lo hacen y soy la invitada. Después venimos de nuevo a la fábrica, a dormir. Me acompañan Salka, que es de mi edad y es una de las encargadas de la cooperativa, y Mariam, de 11 años, hija de Ali. Dormimos entre alfombras y mantas, con las ventanas abiertas porque a esas horas ya entra un poco de aire que se agradece. El calor nos hace amanecer pronto para mi gusto. Tengo calor, y sueño, y parece que me he quedado atrapada en el día al revés de un campamento, como y vivo por la noche, aunque ni Mariam ni yo ayunamos y Salka se esfuerza por prepararnos algo de comer. Cuando Ali viene a vernos, le digo que tengo mucho calor y que eso me quita el hambre y que no estoy acostumbrada a comer tanto de madrugada. ¿Calor? Se sorprende él. Si solo hay 42 grados, eso no es calor aquí.

Hace un rato saqué mis diccionarios árabe-español y español-árabe para hacer más llevadera esta torre de babel que nos tenemos montada las tres, atrapadas en la fábrica de cus cus a las afueras de Smara... Poco a poco. Esta es tu casa, me dice Ali, y sé que en unos días yo también lo sentiré así.

1 comentario:

  1. Ánimo mi niña, claro que te sentirás como en casa, tienes ese don, aclimatarte allá donde vayas. Persigue tus sueños, ya sabes "Como no conocían la palabra imposible, lo consiguieron".TE QUEREMOS, tus padrinos y Juan.

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